Cada cual protege la suya,
la acaricia, la abrillanta,
la soba cual seno de mujer.
La arrojan muy lejos de sí,
pero no la pierden de vista,
en un tira y afloja del alma.
A lo lejos, todas lucen iguales,
baqueteadas, mordisqueadas,
mas cada una es historia única.
Una lleva cruces rojas pintadas,
polos sangrantes en que caer,
otra tres circunferencias cicatriz.
Hay quien se agacha para recogerla,
exhala un «ay» y la cadera cruje, otro
con cordón e imán, invoca la magia.
Llega ya el entretenido empate decisivo,
las distancias se miden y vuelven a medir,
no se permite margen al error ni a la pelea.
Al final se queda sola la bola más pequeña,
la intrusa, la jueza, la deseada y divina esfera.
Que nadie se olvide de ella, pues ella es el juego.