«Compré mi casa cuando aún era alguien. Mi familia me tiene vigilada. No me dejaron entrar en la habitación. No, no puedes entrar en esa habitación. No insistas».
¡Cuántos vecinos!, musita minutos después la señora sentada junto a mí en el autobús. Su mirada perdida en la gigantesca mole que vigila el Manzanares desde Puerta del Ángel. Muchos vecinos, sí. Muchas personas. Quién sabe, ella podría haber vivido ahí en su juventud o en su madurez, cuando aún recordaba quién era y adónde quería llegar. Ahora, sola, abrigada hasta las cejas con su bufanda gris y sus guantes de lana, bajo el sombrero de fieltro negro se acomoda en el autobús que pasó primero por su parada. El que le pareció más fácil para subirse en él. El que llegaba más a ras de suelo para no tener que valerse de su bastón, y Dios dirá.