Nunca vi llorar a mi padre. Nunca le vi caer. Dolerse sí. Pero nunca una lágrima vi recorrer sus pómulos ni sus arrugas. Ni siquiera cuando sabía que estaba por morir. No se retorció. No se lamentó. Su mirada por fin se serenó y sonrió. Mis hermanos lloraron por él.
Desde entonces no puedo ver un hombre llorar sin hacerlo yo también.
He lavado lágrimas con las mías. Mis manos como cuencos han recibido ese mar. He dibujado sonrisas en mi cara mientras comulgaba ese precioso momento. He soplado levemente para cambiar el curso de una lágrima, para dominarla. Las he lamido y he devorado así penas ajenas.
He vuelto ver llorar a un hombre y me ha frustrado no poderle abrazar. He llorado con él y después que él. Su imagen ha vuelto a mí a menudo desde entonces y cada vez ha limpiado más profundamente mi visión. He vuelto a llorar por dentro. Mientras río o hablo banalidades mi corazón llora. Solo yo lo sé.
Él lloraba. Se hacía más fuerte. Más sabio. Recordaba un dolor. Por eso le admiro. Yo lloro porque mi corazón se alegra de que haya corazones en este mundo que lloran como mi padre no supo hacerlo.
La procesión va por dentro… Saludos de martes!
Los hombres lloramos, sí, aunque no vayas y lo casques por ahí. 😉
P.D.: yo sólo vi llorar una vez a mi padre, y por eso me sorprendió, porque tampoco nunca lo hacía.
Lo sé, pero ¿lo suficiente?