Un abrazo

Un abrazo tiene el sonido de dos alientos y un compás de huesos.
Un baile inmóvil de células que despiertan.
Del color de unos ojos clavados en la nada.
Un techo movedizo y una cama de carne.

Un abrazo se mueve sibilino y majestuoso buscando su corona.
Se alimenta de esperas e inquietudes vanas.
Duerme desvalido, andrajoso, sediento de piel.
Ciego a las piedras y hoyos del camino.

Un abrazo ni se da ni se recibe, se contempla desde dentro.
Ajeno al amor y al odio, a rencores y amistades.
Endulzado con lágrimas que brotan de sus poros.
Se dispone a morir cumplidas las veinticuatro horas.

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Sábanas

Despertó en el otro lado de la cama. Estiró su brazo izquierdo y allí estaba: la tibieza en las sábanas de horas oscuras de dos cuerpos abrazados. La luz del sol entraba por el este y por el oeste. Rayos reflejados en un caleidoscopio infinito de superficies. La lámpara se balanceaba suavemente hacia la puerta y de vuelta hacia la ventana. Estiró las piernas y el gurruño de cobijas cayó al suelo. Se palpó la piel en busca del epicentro de ese dolor. Ahí estaba, irreconocible apenas entre todos los temblores y espasmos. Se levantó y miró por última vez ese espejo frente a ella. Cual serpiente se arrastró sobre piedras conocidas e intentó mudar de piel. Solo consiguió dejar atrás unas sábanas viejas. Aún hoy estira la mano al dormir en el otro lado de la cama buscando algo de calor.

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La piel encendida

Hay miradas en las que te pierdes, y otras en las que te sumerges y de las que sales a flote palpándote un cuerpo nuevo. Miradas en las que entierras escamas de pieles centenarias. ¿Dejaste algo dentro de mí?

Primero mirábamos de reojo, hacia donde el rayo nos iluminaba a los dos. Luego el haz se movió y lo seguimos por toda la cama. Ya nos habíamos desnudado de palabras antes, en lo que tardaron los besos en ahogar los suspiros.

Cerramos la puerta al mundo y al tiempo. El lugar era la piel y la acción la exploración. No se puede caminar sin dejar huellas, y no se puede amar sin dejarse la piel.

La serpiente devoraba mientras se retorcía de placer y mudaba su piel. Las sábanas se llenaron de pequeños dolores que desertaban de una vida efímera y longeva quizás ya de recuerdos.

El rayo de luz nos marcaba los territorios a conquistar, las cimas que escalar, los ríos que lamer. Era demasiada luz. Una luminosidad que no cesaba en su parpadeo cruel. Dolía abrir los ojos, cerrarlos quemaba por dentro.

Se podría estar más dentro pero no más iluminados.

E igual que llegó, el rayo cesó. Nos invadió el abismo sin avisar. Ojos abiertos, miradas cíclopes cómplices. La luz hizo su casa en la cornisa, y tumbada, esperó. Esperó. Y esperó. Y desesperó.

No temas, ya le voy a dar yo cobijo. Hay luces que algunos no merecen, ¿verdad?

 

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