Cuando le conocí no pude distinguir bien el color de sus ojos, su mirada siempre apuntaba al suelo, a sus pisadas, a su ombligo. Él tímido, su ego envuelto en gasas oscuras.
El día que encontré su iris supe que había descubierto un nuevo color de alma. ¿Era la única persona que veía lo maravilloso de esa cortina de luz? Intentaba que no parpadeara tanto, que mirara de frente, pero más sonreía yo, más parecía detenerse su pupila en cualquier objeto menos en la mía. En un plato, en la etiqueta de una botella de vino, en la suela del zapato, en la hebilla del cinturón. Egoístamente desesperanzador.
La esperanza es lo último que se pierde, dicen. Bueno, yo he tenido demasiadas de esas, y más que perderlas las he ido encontrando a mi paso. He tenido tantas que muchas de ellas transmutaron en paciencias. En las historias siempre pasa algo, en este caso pasaron las típicas y manidas tiempo y espacio. Puede que más del primero que del segundo. Y personas, y bestias, y corazones, y lágrimas, y almas en formación. Pero esos ojos siempre seguían a mi lado aunque cada vez más difuminados. Eran más el tono de la idea de un color.
Y un día llegó, y llegaste, y llegaron tus ojos a mirarse en los míos. Ya no vimos que sonreíamos. Vimos que nos podíamos zambullir el uno en el lago azul del otro y que no nos ahogábamos. Que nos podíamos beber hasta la piel. Que la tuya sabía a alma y que la mía era dulce. Éramos sabios de nuestros colores, tactos y sabores, de los recuerdos que se estaban generando entre esas sábanas.
Somos dos mares. Juntos somos un océano. Ven a mojarte. No luches, yo te meceré en mi corriente. En estas profundidades no sirven anclas. Descorre la cortina. Desnuda tus ojos. Mírame, estoy desnuda en tus ojos.