Era un rellano muy transitado. Ocho ojos, cuatro puertas. Ella bajaba su soledad a pasear. Él subía a tender sus retales de alma al sol.
La rutina que descendía por los peldaños esperaba paciente en el zaguán a que alguien le abriera la puerta para escapar calle abajo.
Ella miraba sus pasos acompasados. Él clavaba la mirada ansiosa en el techo. Se olisqueaban sin querer al cruzarse en el rellano.
«¿Me enciendes la luz de la escalera cuando se apague, por favor? Llevo las manos llenas de tanto pesar».
«Claro», dijo ella. «Espera que suelto el mío».
Y se miraron por primera vez. En el segundo piso.