La ciudad despertó de la siesta
envuelta en una gruesa polvareda.
De sus alturas poco o nada quedaba,
un silencio marchito, no más.
Hasta la dehesa llegó el eco de las piedras,
huérfanas de madre y señor.
Las acompañaban en su sollozar
cigüeñas volando a ras de tierra.
Cerca del cielo, la herida se lamía los huecos.
Nadie se atrevió a tañer las campanas.
Cada casa, un escudo, una familia.
Pero aquel día la torre se supo una, y mujer.
La ciudad se desperezó triste pero en paz,
en la quebrada calma de sus restos de torres.
Torre mocha,
mujer rota,
deshecha.