Verano

Grillos,
el aire caliente,
la piel quema la tierra.

Niños,
las madres confían
en veranos eternos.

Caos,
orden imposible
en la arena del mar.

Besos,
víctimas de la pasión,
las hormonas al viento.

Neón,
las luces rosadas
se pierden en la ciudad.

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Mediodía en el parque

Hay un murmullo que se cuelga de las ramas
y una huella olvidada de bola de petanca.

El cielo se abre cuando cruza este oasis
y unos niños cambian su móvil por el fútbol.

Un billete falso aflora entre la arena de juego,
a salvo de las palomas y del peso del tiempo.

La duda se mece y ríe alto en el balancín,
al otro lado, sentada, la felicidad del hombre.

El vagabundo perdió también sus gafas aquí,
cada noticia en el periódico una caricia de letras.

Un café espera el vapor de la explosión del sol,
y también las mantas dobladas junto a la reja.

Los árboles se alinean para dejarnos su reposo,
variable sombra a sus pies, como el viento que me besa.

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Parque

En el bosque civilizado,
un laberinto resuelto,
un cielo a la descubierta.

Trepan las hojas a las copas
vacías de significado, vulgares
sombras a media jornada.

Tierra yerma entre árboles
con fecha de caducidad.
Raíces a prueba de niños.

Y sigilosa la humedad
estática de los columpios
y toboganes viejos de felicidad.

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Sin rastro

Hay paraguas abiertos y no llueve
Hay clamores en la plaza y dioses roncando

Hubo sangre derramada, ahora todo es red
Lo mediocre siempre está en el centro de la moda

Hay sueños bajo las almohadas, nubes bajo los pies
Hay niños que aprenden himnos y olvidan su patria

Hubo gente que me olvidó sin pedir permiso
Ahora rastreo la noche y hallo una estrella perdida

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Mi lugar de pensar

Puedo pasar horas pensando en el mejor lugar para pensar. Abro cajones, ventanas, puertas, y siempre hay algo. Algo que ocupa ese lugar para pensar.

Cierro los ojos, apago la música. No, ahí está el vecino que arrastra la silla. La discusión en el bar de enfrente. Ahí sigue la vida haciendo ruido. Ahí sigue ocupando sitio. Mi sitio para pensar.

Me pongo la cazadora y salgo a la calle. Todo se mueve. Camino hasta el puente. Aquí todo se magnifica. El cielo es más grande, las lágrimas caen a un caudal mayor, los pensamientos vuelan y se posan sobre las copas de los árboles allá abajo. ¿Será ahí dónde podré pensar en paz?

Al fondo se funden los niños en patines con las abuelas con los codos enredados. Miro mis manos, ya no tiemblan. Separo los dedos todo lo que puedo, los estiro dejando escapar rayos imaginarios por mis uñas. Aflojo. Observo el suelo entre mis falanges hasta que se convierten en finos hilos.

Durante lo que me ha parecido un segundo eterno el mundo ha parado su respiración y he escuchado la mía propia. Este debe ser mi sitio, pues. Arranco del banco en el que estoy sentada unas teselas de color.

Regreso a mi calle. La televisión de mi vecino me recibe nada más poner un pie en el zaguán. Hay olor a incienso, a coliflor cocida y a café. Abro la puerta de mi casa, sonrío, el aroma a café es mío. Me tumbo en el sofá. Clavo la mirada en el techo, luego en las piedras de colores, todo se apaga. Y pienso.

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