Mala memoria

Tengo un cuervo que en cada nuevo amanecer hinca su pico en mi cerebro, escarba, voltea, embarulla; con ganas o indolentemente, pero siempre a la búsqueda de ese recuerdo que se ha ido escurriendo hacia abajo, al fondo olvidado de entre toda la maraña. Estabas aquí, dice. Sal, no te escondas. Hoy es tu día. Brilla.

Los hay pesados como una lápida y livianos como nube de cielo de verano.

No hay dos iguales, pero pueden salir de dos en dos, encadenados como estaban por su tiempo o por su espacio.

El cuervo gusta de sacar primero los de tonalidad ocre, o quizás los de un sepia apolillado. Los deposita sobre la cornisa para que los elementos les devuelvan la emoción, un calor y olor perdidos. Él llama a este momento el baño de la memoria. Nadie se puede acercar a este improvisado altar sin marcharse con unos merecidos picotazos. Nadie nunca se ha podido llevar estos recuerdos en coma a otro cuerpo o a una caja llena de cartas y fotografías desvaídas.

Por ejemplo, hoy el cuervo encontró un recuerdo feliz aunque amarillento. Una sombra en un camino de tierra. Unas ruedas, unos brazos aferrados a un manillar, otras manos sujetando la rueda trasera, o ¿la estaban impulsando? Una sonrisa y una nueva libertad.

El recuerdo volvió a brillar como el sol de esa tarde estival. Y volvió a morir, como murió esa niña que tontamente se olvidó de mirar a la cara a quien le enseñó a montar ese día en bicicleta.

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Llanto de hombres

Nunca vi llorar a mi padre. Nunca le vi caer. Dolerse sí. Pero nunca una lágrima vi recorrer sus pómulos ni sus arrugas. Ni siquiera cuando sabía que estaba por morir. No se retorció. No se lamentó. Su mirada por fin se serenó y sonrió. Mis hermanos lloraron por él.

Desde entonces no puedo ver un hombre llorar sin hacerlo yo también.

He lavado lágrimas con las mías. Mis manos como cuencos han recibido ese mar. He dibujado sonrisas en mi cara mientras comulgaba ese precioso momento. He soplado levemente para cambiar el curso de una lágrima, para dominarla. Las he lamido y he devorado así penas ajenas.

He vuelto ver llorar a un hombre y me ha frustrado no poderle abrazar. He llorado con él y después que él. Su imagen ha vuelto a mí a menudo desde entonces y cada vez ha limpiado más profundamente mi visión. He vuelto a llorar por dentro. Mientras río o hablo banalidades mi corazón llora. Solo yo lo sé.

Él lloraba. Se hacía más fuerte. Más sabio. Recordaba un dolor. Por eso le admiro. Yo lloro porque mi corazón se alegra de que haya corazones en este mundo que lloran como mi padre no supo hacerlo.

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La piel encendida

Hay miradas en las que te pierdes, y otras en las que te sumerges y de las que sales a flote palpándote un cuerpo nuevo. Miradas en las que entierras escamas de pieles centenarias. ¿Dejaste algo dentro de mí?

Primero mirábamos de reojo, hacia donde el rayo nos iluminaba a los dos. Luego el haz se movió y lo seguimos por toda la cama. Ya nos habíamos desnudado de palabras antes, en lo que tardaron los besos en ahogar los suspiros.

Cerramos la puerta al mundo y al tiempo. El lugar era la piel y la acción la exploración. No se puede caminar sin dejar huellas, y no se puede amar sin dejarse la piel.

La serpiente devoraba mientras se retorcía de placer y mudaba su piel. Las sábanas se llenaron de pequeños dolores que desertaban de una vida efímera y longeva quizás ya de recuerdos.

El rayo de luz nos marcaba los territorios a conquistar, las cimas que escalar, los ríos que lamer. Era demasiada luz. Una luminosidad que no cesaba en su parpadeo cruel. Dolía abrir los ojos, cerrarlos quemaba por dentro.

Se podría estar más dentro pero no más iluminados.

E igual que llegó, el rayo cesó. Nos invadió el abismo sin avisar. Ojos abiertos, miradas cíclopes cómplices. La luz hizo su casa en la cornisa, y tumbada, esperó. Esperó. Y esperó. Y desesperó.

No temas, ya le voy a dar yo cobijo. Hay luces que algunos no merecen, ¿verdad?

 

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Postales

Hace años, una amiga empapelaba su pared con postales que le mandaban de todos los lugares del mundo. Yo contribuí lo que pude a su colección. No hace mucho se mudó a vivir con su novio y fui invitada a conocer su nidito de amor. No había rastros de mis postales, ni de las otras que antes habían cubierto el cabecero de su cama. No quise entrometerme. Sacar conclusiones es un juego que me divierte, aunque pocas veces acierte.

¿Estarían guardadas en una caja? ¿Servirían ahora de improvisado punto de lectura? ¿O formarían ya parte del ciclo del papel en algún almacén?

¿Dónde quedaron las ilusiones por conocer esos lugares? ¿Dónde el cariño y el esfuerzo del viajero por elegir «la postal» para esa persona en concreto?

Puede que sea nostalgia, puede que sea el recuerdo de postales prometidas que nunca llegaron a mis manos. Puede que en las postales llegue junto con el sello y el matasellos un pensamiento, unos minutos de esa persona y de la atmósfera del lugar mientras la esfera del bolígrafo se deslizaba en ese cuadrado en blanco. Puede que las postales sean una flor de noteolvido. A pesar de los kilómetros. A pesar de que ya no pienses tanto en mí como yo en ti. A pesar y porque este cielo, o ese rostro, o esta estación de metro, o esa catedral, o esta habitación de hotel huelen, mueren, se parecen tanto a ti o a lo que fuiste cuando te conocí.

Yo seguiré enviando postales. Y seguiré llorando al recibirlas.

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