Ajuste de cuentas

Esperar la luz,
esperar la voz,
esperar a convertirse en carne.

Cuando es difícil olvidar,
no queda más remedio
que llenarse de futuro.

Verse morir,
verse llorar,
verse suplicando amor una tarde.

Son días propicios
para armarse de valor
y pedir cuentas al pozo.

Quizás bocas,
quizás manos,
quizás un amigo que te señale.

Dónde dejarse caer
cuando las alas
no se despliegan.

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En espera

Fuera, una primavera explosiva,
radiante, me llama a gritos.
Y yo me vuelvo chiquitita,
embrionaria apenas,
escondida bajo una manta.

Sí, hace sol en la calle,
pero la calle no es una posibilidad.
Milagrosamente no paso calor.
Entrelazo mis pies, mis manos,
me curvo entera, sin aristas.

El trinar de los pájaros silencia
miedos, caos y hastíos.
En la otra ventana el cielo
se impone altanero.
Nubes grises aguardan su turno.

Es la hora del almuerzo
y en el gran patio batallan
aromas de loción solar y paella.
Vence el costumbrismo
de unas vacaciones infantiles.

Bajo mis pies, un mar verde,
ondulante y silencioso.
Palomas curiosas picotean
entre mis dedos. Tras los aplausos
solo queda una. Sorda, quizás.

El mirlo en el alfeizar parece llevar
el sol en su pico. Canturrea confiado,
no me ve. Luego se abalanza
sobre unas despistadas flores,
roza leve su pecho contra el lila.

Todo queda fuera.
En espera.

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Mientras, la tormenta

Bajo la corteza
el rayo se agazapa.
Un aullido en la casa
despierta a la tormenta.
Fuera, dentro,
todo es uno en el ruido.

Comienza débil la lluvia,
conversación de vecinas
en el portal.
Se hace fuerte y clara
cuando el viento
las empuja dentro.

Los cuerpos húmedos
no saben de pesadillas,
sueñan con soles líquidos
y jirones de pálidas nubes
con los que adornarse
los cabellos sueltos.

En el caserón
las piedras no dejan sitio
para más heridas,
y los recuerdos prefieren irse,
silenciosos y libres de miedo,
hasta el viejo palomar.

Dos antorchas de luz
levitan sobre la loma verde.
Se aproximan a la ventana
en su descenso diagonal,
hasta que llaman al portón,
y exhaustas, mueren.

Todo sucede,
mientras,
la tormenta.

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Azúcar en los bolsillos

Es el día de la mujer.
Hay puños morados en alto
por toda la ciudad.

Mujeres, muchas mujeres,
pero yo no las veo,
no las oigo, no están.

Solo veo una sonrisa,
gigante como un fantasma.
Una serie de risas,
de dientes sonrientes,
de dulzura de tarta de queso.

Y no puedo parar de reír,
y llorar. Reír y llorar.
Llorar porque una sonrisa
nunca debería ser triste.
No debería marcharse jamás.

Y reír por la suerte
de haberla conocido,
como cuando encuentras
azúcar en los bolsillos.

Es el día de la mujer
pero para mí siempre será
el día de su sonrisa.

A Chiqui

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Desmochada

La ciudad despertó de la siesta
envuelta en una gruesa polvareda.

De sus alturas poco o nada quedaba,
un silencio marchito, no más.

Hasta la dehesa llegó el eco de las piedras,
huérfanas de madre y señor.

Las acompañaban en su sollozar
cigüeñas volando a ras de tierra.

Cerca del cielo, la herida se lamía los huecos.
Nadie se atrevió a tañer las campanas.

Cada casa, un escudo, una familia.
Pero aquel día la torre se supo una, y mujer.

La ciudad se desperezó triste pero en paz,
en la quebrada calma de sus restos de torres.

Torre mocha,
mujer rota,
deshecha.

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