Llegaba a su casa cada día
con las ganas intactas de matar.
Todo lo que había sobrevivido
era rabia, bilis, su veneno fiel.
Las sonrisas nacidas al alba
se habían ahogado en el primer café.
Sin rechistar, sin patalear,
morían sin llegar a resonar.
Las buenas intenciones, una a una,
eran pisoteadas camino al trabajo.
Todos, a su paso, como él,
evitaban mirar lo que destruían.
Mañana haré algo, se dijo.
Miraré a los ojos a quien me ignore.
Viajaré de su pupila a su alma
hasta toparme con su frío.
Y le entregaré estas ganas de matar
para que las congele su indiferencia.
Quedaré libre de pecado, sin la culpa,
por fin, de haber matado mi felicidad.