Postales

Hace años, una amiga empapelaba su pared con postales que le mandaban de todos los lugares del mundo. Yo contribuí lo que pude a su colección. No hace mucho se mudó a vivir con su novio y fui invitada a conocer su nidito de amor. No había rastros de mis postales, ni de las otras que antes habían cubierto el cabecero de su cama. No quise entrometerme. Sacar conclusiones es un juego que me divierte, aunque pocas veces acierte.

¿Estarían guardadas en una caja? ¿Servirían ahora de improvisado punto de lectura? ¿O formarían ya parte del ciclo del papel en algún almacén?

¿Dónde quedaron las ilusiones por conocer esos lugares? ¿Dónde el cariño y el esfuerzo del viajero por elegir «la postal» para esa persona en concreto?

Puede que sea nostalgia, puede que sea el recuerdo de postales prometidas que nunca llegaron a mis manos. Puede que en las postales llegue junto con el sello y el matasellos un pensamiento, unos minutos de esa persona y de la atmósfera del lugar mientras la esfera del bolígrafo se deslizaba en ese cuadrado en blanco. Puede que las postales sean una flor de noteolvido. A pesar de los kilómetros. A pesar de que ya no pienses tanto en mí como yo en ti. A pesar y porque este cielo, o ese rostro, o esta estación de metro, o esa catedral, o esta habitación de hotel huelen, mueren, se parecen tanto a ti o a lo que fuiste cuando te conocí.

Yo seguiré enviando postales. Y seguiré llorando al recibirlas.

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