Un abrazo

Un abrazo tiene el sonido de dos alientos y un compás de huesos.
Un baile inmóvil de células que despiertan.
Del color de unos ojos clavados en la nada.
Un techo movedizo y una cama de carne.

Un abrazo se mueve sibilino y majestuoso buscando su corona.
Se alimenta de esperas e inquietudes vanas.
Duerme desvalido, andrajoso, sediento de piel.
Ciego a las piedras y hoyos del camino.

Un abrazo ni se da ni se recibe, se contempla desde dentro.
Ajeno al amor y al odio, a rencores y amistades.
Endulzado con lágrimas que brotan de sus poros.
Se dispone a morir cumplidas las veinticuatro horas.

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Indolencia

Duéleme en los huesos, no en las lágrimas. El corazón pierde el paso entre dolor y dolor.
Duéleme despacio, que dure hasta la muerte. Expiran las palabras no dichas.
Duéleme en lo profundo de la piel. Donde se desvela el alma al amanecer.
Duéleme mucho, de poquito a poco. El tiempo se hunde en venas movedizas.
Duéleme con los ojos cerrados. Se refleja la noche en las sonrisas.
Duéleme en la raíz del pensamiento. Las ramas al viento no mecen escozor.
Duéleme en la niña que no sabe crecer. Olvida la cara si no llega el querer.

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Torbellino

Y llegaste, torbellino de piel y viento,
arrasando los prejuicios y los errores,
volviendo agua los muros de las cuevas,
descendiendo al mar las plegarias de otro tiempo.

Y escalaste esta montaña de miedos,
piedra sobre piedra, mano sobre mano,
para pintar una nueva luna plena de colores
a imagen del arcoíris atrapado en una lágrima.

Y hablaste un lenguaje nuevo e indómito,
lleno de música en cascadas de silencio,
banda sonora de una paz que acalló los lamentos,
esos testigos sagrados del paso del tiempo.

Y estiraste los límites para medir nuestro abrazo,
inmenso, incontenible de sueños y profecías,
gozoso en la demora, exultante de esperas y ocasos.
Y aquí estás: sueño, cascada y viento en mi mano.

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Sábanas

Despertó en el otro lado de la cama. Estiró su brazo izquierdo y allí estaba: la tibieza en las sábanas de horas oscuras de dos cuerpos abrazados. La luz del sol entraba por el este y por el oeste. Rayos reflejados en un caleidoscopio infinito de superficies. La lámpara se balanceaba suavemente hacia la puerta y de vuelta hacia la ventana. Estiró las piernas y el gurruño de cobijas cayó al suelo. Se palpó la piel en busca del epicentro de ese dolor. Ahí estaba, irreconocible apenas entre todos los temblores y espasmos. Se levantó y miró por última vez ese espejo frente a ella. Cual serpiente se arrastró sobre piedras conocidas e intentó mudar de piel. Solo consiguió dejar atrás unas sábanas viejas. Aún hoy estira la mano al dormir en el otro lado de la cama buscando algo de calor.

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Alfombra roja

La alfombra roja se hace camino cuando se pisa. Mi sueño es encontrar una persona así, alfombra roja, una reluciente e impoluta, lista para ser caminada. Que me diga que me suba a unos tacones de vértigo y que la recorra. —Así disfrutarás más—. Pero yo eligiré sentir el tacto mullido y obsceno de mi pie desnudo sobre su piel de sangre. Mis pisadas no dejarán huella. El rojo en cambio me inundará. No me moveré. Cerraré los ojos y respiraré la carne que se me ofrece. —Túmbate sobre mí—. Me arrodillaré y la besaré como navegante a tierra firme. —Tienes quince minutos, luego dejarás este lugar a otra—. Y lloraré, y patalearé, y gritaré hasta hacerme diminuta, insignificantemente grana. Una gota oscura. —No te vayas—. Me entretejeré entre sus nudos. Me perderé para siempre. Testigo mudo de nuevas pieles, de otras carnes, de otros silencios, de otras bienvenidas. —Tu tiempo acabó—. De otras estancias efímeras.

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