Él juraba y perjuraba que se hallaba presente.
Que una gruesa y blanca capa de piel cubría su carne.
Yo solo veía muros, castillos de sábanas ondeantes y dolor, mucho dolor.
Demasiado dolor. Más del que podía contener su risa abierta.
Tócame, hazme presente, dijo.
Desenreda estas hojas de angustia de mis rizos, susurró.
Que no te ciegue la indiferencia, suplicó.
Dije que no con mi cabeza mientras le sonreía.
Y le canté la nana que cada madre nos regala al nacer.