La catedral

La pintura formaba parte de la decoración de la casa. Tanto que se había vuelto invisible. Pero no para él. Sentado frente a la televisión, en una penumbra acogedora, las luces y flashes de la pantalla iluminaban con rápidos destellos el cuadro. El partido de fútbol se había desvanecido hace rato ya. No podía quitarle el ojo a esa pintura. Una vista frontal de una catedral, piedra arenisca, y una hilera de espigados cipreses a su izquierda.

No había manera de detenerse en los detalles arquitectónicos. La mano era tosca. Bloques de color que formaban bloques que se elevaban hasta el cielo.

Cerró los ojos y se vio sentado dentro de aquel espacio oprimente. Y, sin embargo, sonreía. Un viento perfumado de incienso antiguo le invadió. En un instante había regresado al lugar donde tantas veces sus pensamientos se habían alineado y puesto en orden. Una paz mentirosa, pero tan parecida a la que ahora experimentaba en medio del bosque, cruzando un reguero de agua, abarcando el tronco de un árbol que le devolvía el abrazo con la sombra de sus ramas.

Debía deshacerse del cuadro. Su novia ya se lo había advertido. Antes del Sabbat de Belotenia. La televisión podía permanecer y ser utilizada con moderación. Esa catedral representa todo lo que nosotros los paganos no somos, le decía. Pero a él le daba paz contemplarla.

No quería más problemas. Se levantó, descolgó la tela y le dio la vuelta. La apoyó contra la pared. Leyó: «No olvides de dónde eres. Con cariño, tu padre».

La madera servirá como base para algún collage, dijo en voz alta.

Share Button

Retrato

Ella, una hija de la tierra que todas las noches soñaba con elevarse por encima del castillo. Trabajaba duro para conseguirlo. Sus manos, regordetas y encallecidas, no habían trabajado la tierra pero desde su nacimiento imitaban las ramas de las que se colgaba y que le servían de improvisada atalaya.

Plena en carnes y en ideas. Soltera y solitaria por decisión propia, se había curtido con una gruesa capa de ironía con la que se defendía del frío vital y humano. Cuando de hombres se trataba, la capa supuraba aceite que la impermeabilizaba completamente. No podía llorar a la vez. Tampoco era un problema.

Apasionada comedida, porque todo era medible y catalogable, bajos instintos incluidos. Su visión de rayos X sobre cine, música o literatura, chocaba con las disecciones que había perpetrado instantes antes de mirar. La ficción era una realidad donde mecerse, acurrucarse y esperar una pirueta que la despertase de su letargo embrionario.

Soñadora analítica. La voluntad de no permanecer sufriendo en esta vida más de lo indispensable la llenaba de orgullo y de armas bajo la piel. Volar, sublimar, sobreponerse al tedio de mirar con indulgencia a los que la rodeaban. Escapismo ilustrado en un orden sobrio, recatado, mojigato. Una antiestética lucidez imposible de amar si no era debido a lazos de sangre.

Tan altiva que este su retrato se ha escrito desde la última grada de la memoria.

Share Button