Regreso volando silenciosa como un búho. Canciones nuevas coquetean entre mis alas. Llevo la camiseta de entonces, pero ya no soy la misma. Nadie lo es. Ni siquiera el recuerdo. Palpitan en mí las palabras que nos acercan, el juego de espejos, de tu dolor, de las traiciones, del insomnio, de las cadenas del pasado. Paso de puntillas junto al primer abandono. De una puerta en desuso una mano asoma alicaída de una cobija. Dos pasos más allá la luz cegadora de la tortilla española y las croquetas al por mayor. El tumulto y la vida se quedan dentro.
Vuelo bajo. Contemplo unos turistas felices tras el atracón de jamón, ignorantes de la quietud y el silencio del hombre en el saco. Yo misma casi no le veo, otra pieza más de mobiliario urbano cubierto de carne y telas en el garaje. Mi mente se vuelve pausa, como mi corazón, que busca un motivo para continuar su aleteo feroz. Y no lo encuentra, pero aún así continúo. Un ave zombie con lágrimas en el borde de las pestañas, en lucha con el viento fresco de la noche.
Sigo hasta el atrio de los hombres crisálida. Bajo la luz del Reina Sofía la estampa me sacude y rompo a llorar. Por fin nos encontramos, su desamparo con el tuyo y con el mío. Es el delta donde confluyen nuestros miedos. Sé que nos desconoceremos hasta que logremos mirarnos a los ojos. Será ahí, en lo profundo de nuestras pupilas, donde hallaremos la casa.
Uf! No encuentro adjetivo suficientemente superlativo. Me ha emocionado.
Ay, Silvita. Tú sí que me emocionas con tus halagos.