Este cielo en blanco me recuerda el día en que estiré los brazos por última vez intentando tocar una nube.
Sabía que allá arriba se escondía, esa nube salvadora, esa red de hilos de seda virgen, ligera pero fuerte.
Y ese día mi alma se alzó, sobrevolando la ciudad de latón y piedra, un reposapiés gris de amargura.
Mi mano tijera lista para desnudar la metrópoli de artificios y cortarla por la línea de puntos de sus avenidas.
Era una tarde de playa, tumbada sobre las arenas doradas del tiempo, el reloj se dejaba broncear.
¿Alguien me escucha si grito desde esta bóveda clara? Dios, déjame tocar esa nube, no me hagas llorar.
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Dedicado
Cuando viste de negro ella es toda pupila. La luz se arremolina en torno a sus brazos, masajea su cabeza y la pinta de siete colores cambiantes y conocidos.
Ella guarda sus manos en los bolsillos del pantalón. Sus membranas de paz se perderían entre la multitud.
Duerme con el reflejo del sol en la mesilla de noche. Gira el arco y la flecha apunta directa a las pesadillas que están por nacer.
Ella conoce el veneno que apacigua los ojos. Habla entre pausas de diafragmas antiguos.
Tiene el alma vieja de sufrimientos refractarios y destila un dulce irisado invisible a ojos mortales.
Los rayos luminosos de algún Dios intentan opacar su libertad, pero ella es el iris que nada ve pero todo colorea de amor.
Ella fue dolor permeable. Ahora juguetea con la posibilidad de ser pensamiento sin memoria en las alturas indefensas de nubes y mares.
Mírate, no busques más. Ella está ahí contigo sobre la fría piel irisada del espejo.
Mala memoria
Tengo un cuervo que en cada nuevo amanecer hinca su pico en mi cerebro, escarba, voltea, embarulla; con ganas o indolentemente, pero siempre a la búsqueda de ese recuerdo que se ha ido escurriendo hacia abajo, al fondo olvidado de entre toda la maraña. Estabas aquí, dice. Sal, no te escondas. Hoy es tu día. Brilla.
Los hay pesados como una lápida y livianos como nube de cielo de verano.
No hay dos iguales, pero pueden salir de dos en dos, encadenados como estaban por su tiempo o por su espacio.
El cuervo gusta de sacar primero los de tonalidad ocre, o quizás los de un sepia apolillado. Los deposita sobre la cornisa para que los elementos les devuelvan la emoción, un calor y olor perdidos. Él llama a este momento el baño de la memoria. Nadie se puede acercar a este improvisado altar sin marcharse con unos merecidos picotazos. Nadie nunca se ha podido llevar estos recuerdos en coma a otro cuerpo o a una caja llena de cartas y fotografías desvaídas.
Por ejemplo, hoy el cuervo encontró un recuerdo feliz aunque amarillento. Una sombra en un camino de tierra. Unas ruedas, unos brazos aferrados a un manillar, otras manos sujetando la rueda trasera, o ¿la estaban impulsando? Una sonrisa y una nueva libertad.
El recuerdo volvió a brillar como el sol de esa tarde estival. Y volvió a morir, como murió esa niña que tontamente se olvidó de mirar a la cara a quien le enseñó a montar ese día en bicicleta.