Crecieron dedos en mi pelo.
Una suerte de viejos amigos,
caricias impuras,
llagas de agua.
Regresaron pensamientos ciegos,
añoranzas de colores grises.
Saludaron y, en silencio,
sacudí mi cabeza.
Crecieron dedos en mi pelo.
Una suerte de viejos amigos,
caricias impuras,
llagas de agua.
Regresaron pensamientos ciegos,
añoranzas de colores grises.
Saludaron y, en silencio,
sacudí mi cabeza.
Te libero, corazón mío.
Bate al ritmo de las olas,
sonríe a las gaviotas,
adéntrate en lo más frío.
Ya aprendiste suficiente,
suelto los hilos de la cometa,
sube todo lo que puedas
hasta quemarte lentamente.
Aquí yace tu recuerdo,
un altar con tu olor y sueños,
una puerta hecha con ventanas
abiertas a los nuevos vientos.
La tinta de este amor no se ha secado aún,
y ya andamos dibujando sonrisas en otras almas.
Son ríos de luz los que separan tu orilla de la mía.
Hay un techo de cuervos velando nuestros recuerdos.
Es un imán sin reloj, un tiempo hundido en la arena,
y vamos perdidos, sin rumbo, pintando margaritas de blanco.
Una niña,
una vida que se aferra
a la mano de su madre.
Mientras,
otra vida se desprende
de las sábanas blancas.
Lágrimas
empañan la cortina,
besa las gasas su tristeza.
Duele despedirse,
duele el olor a adiós,
duele la ciudad en pausa,
duele la vida sin control
que llega y te abraza,
te suelta y se ríe,
duele porque te toca
aunque no sea tu hora.
Ella nació en el momento en el que nada tenía sentido. Sus manos desesperadas por caricias manoteaban incansables el aire en rededor. El salitre inundaba todo. Los muros de leche como sus dientes, llenos de palabras y sonidos aun por decir. La música de las hojas despiertas al otro lado de la ventana. Un sol vergonzoso traspasaba el encaje de red de la araña. Primeras visiones que ella no recordará.