Sin embargo

Pareciera que vago,
sola y desconsolada,
por la vida y por las calles.

Pareciera que respiro
algo que se le parece
al aire, al viento de Lavapiés.

Pareciera que estoy,
entera de piel y huesos,
mientras las huellas me siguen.

Pareciera que vuelo
en las horas sin amparo,
bajo músicas y nubes de cristal.

Y sin embargo
nada de lo que parece es,
ni pasos o viento, ni mi tiempo aquí.

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Lo que queda de esta soledad

Se me murieron todos los regazos.
Estiro la mano entre las sábanas
hasta alcanzar el vientre de la ballena,
suave, caliente, húmedo.
Me hundo.

Dos mundos discuten tras la pared;
si cierro los ojos las voces me miran.
Me hago una y fuerte con el océano feroz.
La sal conserva la memoria
de las olas.

No seré la estrella a punto de morir,
ni uno de los colores en tu iris de mar.
No seré yo quien persiga estelas de fuego,
futuros incandescentes,
signos del azul.

He dejado abierto el corazón al frío,
a quien primero quiera entrar, y arrasar
—al viento, a la lluvia, a cometas de otro tiempo—
con lo poco que queda
de esta soledad.

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Noche en el bar

Se cuela la noche en el bar,
el bullicio sale a recibirla.
Cuelgan restos de nostalgia
de entre las copas de balón.

Llueve lento pero sin pausa.
En la puerta, el ficus-vigía
se estremece, sacude el frío.
La calle es un río tranquilo.

El aroma de café recién molido
se impone sobre los diálogos.
Una luz naranja tiñe el interior,
clareando soledades olvidadas.

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Buena gente, gente buena

En la ausencia de máscaras
nos adivinamos hermanos.
Enarbolamos defectos como bandera.
Y felices, tras saciarnos
de estrellas y nubes,
escondemos los colmillos
bajo el labio, con familiaridad.

Fuera, el mundo ruge.
Nos pide la vida
pagar peaje por esta paz
extraordinaria.
Nuestros cuerpos,
la piel, la luz,
la última meta y barrera.

Es preciso acallar
la paz de los buenos,
el silencio justo
de los inconformistas.
No vaya a ser que alguien
nos descubra
y nos señale con el dedo.

Forzados a regalar paz
solo a las almas que sobreviven
una, dos guerras.
No puede haber descanso
para los pacifistas,
ni perdón o absolución
para los omnipotentes de corazón.

Nuestro sino, es pues,
convertirnos
en los desheredados de Dios,
en los descastados
del rebaño.
Buena gente, gente buena,
pero solos.

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Tratado sobre la invisibilidad

Surge la duda
en el centro,
en el mismísimo centro
del silencio.

Chirría quejas
la puerta oxidada,
incontables pasos sin fin,
dos giros.

El piso tiembla,
miradas arriba,
no queda nadie ya abajo
que respire.

Cada cual será
ave ignorante,
le dedica a su espejo
guiños inquietos.

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